Ante la invitación a pensar “el porvenir de la psicología ante las nuevas prácticas, demandas y subjetividades”, título elegido para el VIII Congreso Internacional de Psicología del Tucumán, debemos remitirnos a la irrupción de la pandemia, que produjo una ruptura de la cotidianeidad y la caída de la previsión de futuro. Esto exigió y exige aún un enorme esfuerzo adaptativo, que develó numerosas situaciones de desamparo y vulnerabilidad en nuestras infancias y adolescencias.
Fue alarmante cómo a partir de entonces se “predijo” que se desencadenaría una catarata de enfermedades o trastornos mentales -presagio especialmente dañino en estas etapas del desarrollo caracterizadas por la movilidad- a riesgo de patologizar los efectos de este contexto como si fueran a ser algo permanente.
Es cierto que se incrementaron las consultas de familias que observan que los niños se angustian fácilmente o lloran mucho, se enojan o hacen más berrinches que antes, están irritables, su estado de ánimo o sentimientos cambian de repente; algunos incluso manifiestan cambios o trastornos en la alimentación o el sueño. En el caso de los adolescentes se expresan asimismo altibajos emocionales: enojo, irritabilidad, mayor sensibilidad y reactividad; o desgano, resignación, angustia, sentimientos de tristeza y soledad.
Pero… ¿qué nos quieren decir esos niños, niñas y adolescentes? ¿No son acaso estos, modos de manifestar sufrimientos, padecimientos, dolores? ¿Diferentes formas de reaccionar frente a lo atípico de lo vivido, frente a lo inédito de lo experimentado?
Los niños, niñas y adolescentes poseen sin dudas flexibilidad, adaptabilidad, resiliencia. La mayoría de ellos desplegaron durante la pandemia una gran capacidad lúdica y creativa, encontrando formas de expresión y de comunicación que les permitieron elaborar y simbolizar lo incierto y potencialmente traumático, como formas de protección de la salud mental. Para los adolescentes, la recuperación de los encuentros presenciales con pares, la escuela y los espacios de participación como talleres (teatro, música, arte) o deportes, han permitido el restablecimiento de lazos sociales, reconquistar la intimidad y la autonomía.
Entonces no se trata de hacer generalizaciones ni de colocar etiquetas, se trata de detectar eso singular que les pasa y cómo les pasa, y de desplegar los espacios de escucha, alojamiento y cuidado.
Tampoco se trata de ser ingenuos y negar la existencia de vulnerabilidades particulares como las que abundan por la desigualdad y falta de equidad reinante en nuestra sociedad para las infancias y adolescencias. Pero no todas estas manifestaciones necesariamente deben encasillarse en una categoría psicopatológica o trastorno de salud mental.
La posibilidad de detectar y abordar las problemáticas de niños, niñas y adolescentes exige profesionales capacitados en el tema y conscientes del contexto sociocultural, las pautas de crianza y las características del desarrollo. Profesionales dispuestos a asegurar el porvenir de las subjetividades, prontos a alojar al otro como sujeto, a defender la escucha como modelo y a proponer prácticas y modos de intervención que no objetalicen el padecimiento humano, sino que garanticen los derechos de las infancias y adolescencias, y promuevan su participación y expresión.
Asimismo, es indudable que los recursos psicológicos y la contención social deben formar parte de las políticas públicas de Estado, fortaleciendo una red de atención que permita la detección temprana de los padecimientos y el inicio adecuado de los tratamientos que se requieran.
Estas y otras ideas se discutirán en el VIII Congreso Internacional de Psicología los días 5, 6 y 7 de octubre, en la Facultad de Psicología de la UNT.