Entre las muchas transformaciones ocurridas en el tránsito del siglo XX al XXI es imposible dejar de notar la veloz “compatibilización” que se ha gestado entre los habitantes de las sociedades globalizadas y un amplio abanico de tecnologías digitales. En ese conjunto se destacan los aparatos móviles de comunicación e información que todavía seguimos denominando “teléfonos”, aunque son pequeñas computadoras de uso individual y cada vez más constante, dotadas de cámaras, pantallas y acceso permanente a las redes informáticas. Con una rapidez asombrosa, al “compatibilizarnos” con esos artefactos aprendimos algo inédito en la historia de la humanidad: a vivir en “modo visible” y en contacto permanente con cantidades crecientes de personas.
Con la popularización del uso de esos aparatos y la expansión de la tecnología wifi notamos que las redes atraviesan todas las paredes. Así, con una eficacia inusitada, esos nuevos modos de vivir “enredados” subvierten la dinámica de casi todas las instituciones modernas, que solían delimitarse por medio de sólidos muros, capaces de recortar con claridad no sólo el uso del espacio sino también la temporalidad compartimentada en horarios rígidamente pautados.
Desde la escuela hasta el hogar familiar, pasando por las fábricas, las cárceles, los hospitales, los cines, los teatros, los restaurantes, los bares, los museos; en suma, todas las instituciones modernas vienen enfrentando esos desafíos. Se trata de una serie de conflictos y tensiones entre la vieja lógica de las paredes (típica de las tecnologías modernas y analógicas), por un lado, y la nueva dinámica de las redes (asociada a los dispositivos digitales de la actualidad), por otro lado.
Son varios los autores que vienen estudiando este fenómeno como una verdadera ruptura histórica, que se estuvo gestando durante décadas e involucra diversos factores (económicos, políticos, socioculturales, morales, etc.), no sólo avances tecnocientíficos. Estos últimos, inclusive y en buena medida, son consecuencia de los primeros.
Las herramientas técnicas nunca son neutras o neutrales, lo cual tampoco implica que sean buenas o malas en sí, ni que esa valoración dependa del uso que se les dé, como suele afirmarse. Las simplificaciones de ese tipo son tentadoras porque atribuyen causas relativamente acotadas a fenómenos de enorme complejidad; y, en ese sentido, también pueden resultar tranquilizadoras. Sin embargo, probablemente sean falsas o sólo parcialmente válidas, entre otros motivos, porque pasan por alto el hecho de que las mismas máquinas son fruto de esos cambios históricos que buscamos mapear e integran, por tanto, una compleja matriz sociocultural.
De modo que las tecnologías no son neutras porque son históricas y, precisamente por eso, cargan consigo una serie de creencias y valores propios de su época. Todos los artefactos -desde un simple martillo hasta la más sofisticada nave espacial, un clavo, un lápiz, una silla o una tablet- se pueden usar para hacer muchas cosas, pero no es igualmente válido que se puedan usar para hacer cualquier cosa. Cada herramienta supone, propone y estimula ciertos modos de usarla (y no otros), que a su vez implican determinados modos de vivir (y no otros). Eso es tan válido para un automóvil como para la “inteligencia artificial”.
Aunque todas sean armas a las que se puede recurrir para hacer más o menos lo mismo, por ejemplo, no son idénticas una flecha, un par de boleadoras, un boomerang, una pistola o una bomba atómica. Algo equivalente podría decirse con respecto a la aplicación Whatsapp de los celulares, por un lado, y las cartas escritas a mano, por otro. O los diarios íntimos y las redes sociales de internet; los libros impresos y los archivos digitales para leer en la pantalla; los mapas desplegables en papel y los dispositivos de geolocalización; el dinero plasmado en billetes o en pizas metálicas y las tarjetas de crédito o las criptomonedas; los periódicos en papel y las noticias leídas online; una película vista en una sala cinematográfica o una serie “maratoneada” en una plataforma de streaming; entre muchas otras comparaciones posibles.
En síntesis, si bien es posible hacer muchas cosas con una computadora, un smartphone o internet, no es tan cierto que se pueda usar esas herramientas para hacer cualquier cosa; ni que, de hecho, así se las use.
La pregunta básica es la siguiente: ¿cómo están cambiando nuestros modos de vivir tras haber adoptado el arsenal digital para realizar cada vez más actividades? Al “compatibilizarnos” con esos aparatos fuimos perdiendo, también, de modo gradual aunque muy veloz y eficazmente, la sintonía histórica que solíamos tener con toda una variedad de tecnologías analógicas. Conviene recordar que tampoco fue “natural” aprender a usar esos otros dispositivos que hoy parecen muy antiguos pero son, en su gran mayoría, inventos modernos. Es decir, bastante recientes ellos también.
No hace mucho hubo que hacer un gran esfuerzo para “compatibilizarse” con el uso de instrumentos como los lápices y las lapiceras, las plumas y los tinteros, los cuadernos, los libros y los periódicos impresos, los diarios íntimos con sus cerrojos y escondites, las bibliotecas con su sagrado silencio y las escuelas con sus rigurosas rutinas estudiantiles, las epístolas que se enviaban y recibían envueltas en sobres de papel con la ayuda de carteros, estampillas y buzones.
Cada uno de esos conjuntos de tecnologías (las analógicas y modernas, por un lado, y las digitales y contemporáneas, por otro lado) pueden observarse en su condición de herramientas capaces de inducir ciertos modos de vida. Esas formas de ser y vivir son bastante distintas entre sí, con lo cual se diría que conforman dos tipos de subjetividades históricas diferenciadas. Esos contrastes y esas transformaciones en los modos de vida serán estudiados priorizando tres ejes principales, todos fundamentales. Por un lado, las formas de usar el tiempo y el espacio. Por otro lado, los modos de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás y con el mundo. Y, por fin, los criterios que permiten diferenciar realidad y ficción, verdad y mentira.
Teniendo en cuenta la magnitud de las transformaciones históricas aquí aludidas, notamos que proliferan problemas y sufrimientos de nuevo cuño. Las épocas de crisis suelen ser confusas y difíciles, en varios sentidos; sin embargo, también presentan una riqueza peculiar que vale la pena explorar, ya que en ellas se radicalizan las fuentes de reflexión e invención.