El dolor del alma es un tipo de dolor concreto
Por Alejandra Golcman / Doctora en ciencias sociales (IDES-UNGS) - Maestrando en vínculos, familias y diversidad sociocultural - Adjunta de la cátedra de Historia de la Psicología, Facultad de Psicología (UNT)

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De la mano de la modernidad latinoamericana llegó una noción de locura que trajo consigo espacios particulares donde habitarla -los hospitales- y una disciplina que se ocupe ella -la Psiquiatría-. En consonancia, en la Buenos Aires de la segunda mitad del siglo XIX, los “locos” eran vistos como un problema social que debía ser resuelto y empezó a pensarse que su lugar convenía que fueran las instituciones hospitalarias.

Así, con la consolidación nacional y el establecimiento de un gobierno constitucional en Argentina, en 1880 hubo un punto de no retorno en el tratamiento de la patología mental a partir de la generación de un dispositivo psiquiátrico con la apertura de algunas cátedras universitarias, la producción de ciertas publicaciones y con la presencia de los hospicios. En las tres décadas que siguieron, el Estado argentino reformó los asilos existentes y desarrolló una red de instituciones modernas diseñadas para tratar la locura.

En América Latina, una vez que estos hospitales se abrían, la realidad presupuestaria y burocrática era de abandono por parte del Estado, lo cual redundaba en problemas administrativos, de hacinamiento de pacientes y dificultades en la aplicación de tratamientos. De este modo, ciertas continuidades de la región se reprodujeron en el ámbito local: débil apoyo estatal, problemas en la situación legal de los pacientes en estos espacios, falta de recursos e ineficacia terapéutica (principalmente en la primera mitad del siglo XX).

En nuestro país, el análisis se ha centrado principalmente en las instituciones hospitalarias de la Capital Federal. Poder correr el eje de la investigación de las luces de la Gran Ciudad permite comprender qué sucedía en otros puntos del país, cuáles eran los paupérrimos presupuestos destinados por fuera de la capital, las carencias de dichas instituciones en cuanto a personal, instalaciones, tratamientos, etc., y los vínculos entre estos hospitales y los capitalinos. Pero al mismo tiempo, permite conocer la práctica concreta que se llevaba a cabo en estos espacios, pues, todo lo antes mencionado probablemente fortaleció a dichos hospitales como una especie de laboratorios de pruebas para el desarrollo de la disciplina psiquiátrica, y profundizó el descuido y la deshumanización de pacientes.

Realidad tucumana

Hasta mediados de la década de 1930, Tucumán, la provincia con mayor población del NOA, no contaba con una institución de tratamiento para alienados. Los lugares que podían resguardarlos no estaban vinculados a la posibilidad de cura sino al acogimiento caritativo o a la protección del orden público. El Asilo San Roque, institución fundada en 1889 a cargo de la Sociedad de Beneficencia, funcionaba como una casa correccional y asilo de mendigos, al mismo tiempo que recibía dementes y alienados.

Otro destino posible para esta población era la reclusión en comisarías de la Policía provincial, lo cual conllevaba grandes problemas producto de la falta de adecuación de estos establecimientos. Una tercera posibilidad para los insanos tucumanos era el traslado a instituciones hospitalarias de diversas provincias argentinas; los destinos más habituales fueron Buenos Aires (probablemente el Hospicio de las Mercedes y el Hospital Nacional de Alienadas) y, principalmente, Córdoba. Esta práctica que se vio suspendida en el año 1935.

La primera iniciativa

De acuerdo con el Plan de Obras Públicas a ejecutarse en 1936 por el gobierno de Miguel Campero, además de otras construcciones, se visualiza el proyecto de edificación de un hospital para alienados de la provincia. La construcción, iniciada a principios del año 1937, utilizó lo aprovechable del antiguo cuartel del Escuadrón de Seguridad y de la vieja Cárcel de Contraventores. Las obras duraron alrededor de 15 meses siendo finalmente el Hospital de Alienados inaugurado el 18 de marzo de 1938, que, sin haber recibido financiación del Estado nacional, se hizo cargo de una demanda regional del NOA.

A poco más de un año de su apertura, era evidente que no podía cubrir la demanda de atención. El hacinamiento siempre estuvo presente dentro de sus paredes, a la vez que se brindaban condiciones indignas para sus pacientes. Al mismo tiempo, reiteradas notas periodísticas de la época permiten inferir que la reclusión de personas con problemáticas psiquiátricas en establecimientos policiales fue una constante que nunca desapareció, incluso después de la creación del hospital. Además, para la década de 1940 reapareció la gestión de la provincia para trasladar alienados crónicos a instituciones nacionales. Así en julio de 1948 se puso en vigencia una nueva reglamentación –aprobada por el secretario Nacional de Salud Pública, Ramón Carrillo- para facilitar nuevamente el traslado de personas a establecimientos nacionales.

El análisis

¿Cuál fue entonces el verdadero valor de la creación del hospital? ¿Cómo se reciclaban las problemáticas de los sectores más vulnerables para justificar las agendas políticas? Las coyunturas institucionales del tratamiento de la locura en Tucumán, nos invitan a pensar que los hospitales psiquiátricos fueron medidas paliativas para una problemática social que, a más de 200 años de nación argentina, sigue en la agenda política como una dificultad a resolver.

Entonces podemos decir que, mientras que la coyuntura de la construcción del Hospital de Alienados significó un marcador de modernidad para el Estado provincial, potencialmente un avance en la profesionalización de la psiquiatría regional y nacional, y un lugar de contención para cientos de personas que no lo encontraban en otro espacio, a nivel estructural no significó una respuesta definitoria para un sector vulnerable de la población tucumana: los locos pobres.

Hablamos de locura como una construcción cultural y la entendemos como una puerta de entrada para comprender a nuestra sociedad: la edificación de sus identidades y sus lógicas de exclusión. Creemos que ya no es posible pensar en nuestras prácticas en salud mental sin considerar que la clase, como el género, la etnia, la edad, la ubicación geográfica (todo aquello que llamamos interseccionalidad) son la cartografía básica para problematizar nuestra comunidad. Entendemos que, en el encuentro de discursos entre profesionales, académicos, y productores culturales de saberes es donde podemos buscar pistas para entender nuestros tiempos, nuestros padeceres y sufrimientos, las demandas actuales y nuestras responsabilidades disciplinares para dar una posible respuesta.

Se trata de bailar entre el pasado y el presente, entre lo local y lo internacional, entre el espacio académico y el espacio social. Incomodarnos con nuestra historia y nuestras instituciones para así repensarlas y construir desde una creatividad y una ética inclusiva y plural.