En el amplio espectro de la salud metal, el sufrimiento o dolor psíquico ocupa un lugar significativo y, muchas veces, subestimado. En tanto las heridas físicas son fácilmente visibles, las heridas del alma son silenciosas. Estas dolencias afectan la confianza, la autoestima, la capacidad para establecer vínculos y lazos con los otros. Al no ser visibles, pueden derivar en una falta de comprensión y de apoyo por parte del semejante.
El concepto de semejante nos conecta los unos con los otros. Ese encuentro con el semejante confronta, a su vez, con lo singular, con lo que cada uno es. Aquí es interesante introducir el concepto de esperanza, como un faro en la oscuridad, como un acto de resistencia ante el dolor y la resignación. En este sentido el sufrimiento se erige como un espacio de transformación.
Este trino: semejante, esperanza y sufrimiento crea, en su intersección, un espacio que invita a explorar la profundidad de las experiencias que revela la capacidad de los seres humanos para encontrar sentido a la vida. Por lo tanto, el sufrimiento, como experiencia traumática, es un prisma a través del cual se mira la memoria atravesada por el tiempo. Un tiempo mulidimensional, donde el presente pivotea el pasado para proyectarse en un futuro.
Es en esta historización de la experiencia donde la palabra encuentra su lugar como bisagra, tejiendo un hilo que permite salir del laberinto. Walter Benjamin plantea que el trauma puede alterar la percepción del tiempo creando fragmentos y momentos dislocados que dificultan la comprensión lógica y topológica de la historia del ser.
En esta línea de pensamiento, Hannah Arendt se pregunta ¿cómo los seres humanos pueden continuar después de haber sido testigos del horror? Entonces, ¿existe una ética en el trauma? Jacques Derrida responde a esta pregunta expresando que hay una responsabilidad ética ante el otro, la responsabilidad que supone concebir al otro como aquello incapaz de apropiación. Ante ello podemos hipotetizar que existe una ética que surge al confrontar el trauma: repensar el pasado para no perpetuar lo traumático.
La historia misma de la humanidad está marcada por situaciones traumáticas que han dejado profunda cicatrices, desde guerras devastadoras hasta pandemias mutilantes. Ante ello la educación se erige como posibilidad de ser transformadora, desempeñando un papel crucial en la comprensión y en la responsabilidad colectiva.
La filósofa Nel Noddings argumenta que la educación debe ser una constructora de la empatía, una pedagogía centrada en el cuidado del otro. Concebir así a la educación como una herramienta poderosa para romper con la perpetuación del trauma. Reparación y prevención, dos variables que, si funcionan juntas, el presente y el futuro, tanto individual como colectivo, será más compasivo y benevolente.
De esta manera, cobra un sentido único la expresión “no hay salud sin salud mental”. Pensar, primero que la salud mental es mucho más que la ausencia del sufrimiento o del dolor psíquico es una parte intrínseca tanto del individuo como de la comunidad. Para lograr los objetivos propuestos en el Plan de Acción Integral de la Organización Mundial de la Salud y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, es necesario un proceso de transformación de la perspectiva de cómo vemos las cosas, y de cómo nos cuidamos unos a otros.
Es necesaria la transformación de los entornos. Lograr entornos saludables e inclusivos. Por ejemplo, contar con una ciudad amigable, limpia, segura, sin dudarlo, puede hacer de nuestro día un día mejor. La necesidad de entornos colaborativos e inclusivos, donde cada uno pueda participar activamente y plenamente en sociedad. Para ello es necesario repensar no solo las dimensiones del espacio, sino del tiempo para poder construir modos de significación y herramientas para afrontar las diferentes situaciones de vida.
Hoy, el foco está en pensar que si es en la comunidad donde las personas se enferman es también en la relación con la comunidad donde se pueden encontrar los elementos que sanen. Este cambio de perspectiva no solo es radical, sino ética, ya que recupera al ser humano con sufrimiento como un sujeto de pleno derecho.
El consumo de sustancias, el consumo de alcohol, el consumo de tecnología, enmascaran un pseudo alivio e imposibilitan la capacidad del propio individuo de actuar sobre su propio malestar. Es fundamental pensar la profundidad de la noción comunidad en términos de redes.
No se trata de aplicar teorías o técnicas para eliminar problemas, sino de construir una subjetividad comunitaria saludable. Se trata de construir un nosotros, hacer junto a otros, hacerse con otros. Valorar las prácticas compartidas, inacabadas, perfectibles. Dado que siempre hay algo que falta, o que no se hizo, o que se hizo y no dio un determinado resultado. Es tener como comunidad la capacidad de tolerancia, a lo que Elena de la Aldea llama vivir en “clave de carencia”.
Si como comunidad no construimos esta tolerancia, sino construimos el aprendizaje de convivir en clave de carencia, lo que se produce es un adormecimiento subjetivo comunitario que lleva a una fatiga de la compasión, tal como la llamó Richard Senet, para nombrar el acostumbramiento al horror, donde se pierde la capacidad de respuesta o de asombro ante el sufrimiento del semejante. Cuando la red funciona, a través de la compasión, la intersección sufrimiento, semejante y esperanza posibilita y proporciona la sanación y pone tope a la repetición.